Pasa la vida. Parece que va con exceso de velocidad, sin frenos, y sin importarle lo más mínimo cualquier restricción. Tiene prisa, porque no es posible que ayer estuviese jugando en el parque con la única vestimenta de unos pañales... y hoy sigo jugando, pero al escondite con los avatares de la vida y también juego a las peleas, antes con los amiguitos a golpes fingidos, ahora juego a peleas, sí, pero con la puta hipoteca, control de triglicéridos, de tensión arterial y otras cosas menos amables que en mi mente no tenían cabida hasta la fecha.
A la realidad de la madurez, como esas arrugas que ayer no vivían en la frente o que la pizza ya le hace daño a un nuevo metabolismo perezoso... a todo eso y mucho más hay que sumarle otro encontronazo, de los tantos que van cayendo tras cada cumpleaños. Y este encontronazo indeseable, vendría a ser (como en el juego de Mus) un órdago a la grande con cuatro reyes y siendo mano:
la errátil salud de los padres
Desde nuestra más tierna infancia, vemos a nuestros padres seres inmortales, casi indestructibles, un tanto dioses, creando en nuestra mente venidera una imagen de ellos, que ni siquiera nos planteamos el hecho que algún día de viento huracanado, apagará de cuajo la vela de sus vidas. Esta fatídica circunstancia, también se incluye en un capítulo harto macabro del guión que define nuestra efímera existencia. Es uno de los párrafos que jamás de los jamases querríamos leer en nuestra biografía, pero que el día menos pensado también leeremos sí o sí, con los ojos humedecidos, el corazón agarrotado y un silencioso crujido en el alma que algún destrozo hará por dentro, sin piedad alguna.
Vamos siendo testigos de los estragos del tiempo, de tanta vuelta insistente de las manillas del reloj, y de como se va desmoronando nuestra juvenil apariencia, con razón de más la de nuestros queridos padres ya mayores, viajeros con pensión completa hacia la ancianidad, desmoldando así nuestros esquemas de indestructibilidad que sólo ellos tenían, o eso creíamos a pies juntillas cuando éramos tan bajitos, tan inocentes y sin una simple arruga en nuestro traje de piel.
Ese hombre, esa mujer, malabaristas en darte lo mejor de lo máximo, desgastaron la pila en criarte y darte un amor ciego e inenarrable, pero hay que ser realistas y entender que en su irrevocable ocaso, la naturaleza tan sólo hace su trabajo. Y es muy eficaz la jodida. Tanto, que nunca falla.
Ellos nos cuidaban con tesón y cariño, sin condiciones que pudieran avistar algún tipo de interés, con una fuerza sobrehumana de la que tan sólo podrían ser dueños una madre o un padre. Hoy se va acercando la hora de devolverles esa pelota que un día nos prestaron, y cuidarles con firmeza en la ineludible cuenta atrás de su viejo cronómetro. Atenderles como se merecen en su declive vital, con el corazón en una mano y la incertidumbre en la otra; porque es cierto que la vida es dura, la vida va en serio, y cuando tienes a un padre, ayer indestructible y hoy ya demasiado vulnerable, la crudeza de este baile se multiplica por cientos.
Imposible para un hijo con el padre en la cuerda floja, volver a sonreir con la misma intensidad que ayer. Pero la vida es así, con sus alegrías, sus putadas y putadones, y a razón de ver yo ahora la vida un poco más gris y más bestia, he de ser rescatado con urgencia por los duendecillos de la resignación y mitigar, en lo posible, el dolor contenido en el baúl que alberga mis sentimientos hacia ese progenitor con el que fui obsequiado. Ese gran padre, que sin ni siquiera buscarle, siempre estuvo a mi lado desde bebé, hace algo más de cuarenta años, sin otra motivación que el amor infinito e incondicional que siempre me profesó, con exquisita determinación.
Dedicar este homenaje a aquellos hijos que sufrieron la enfermedad de sus padres, y aguantaron estoicos aquellas tempestades que hicieron tambalear la incierta salud de lo que más querían. La salud -por ende la vida- de esos viejos amigos y consejeros que nos hicieron el mejor regalo posible: nacer
Carlos Gómez
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