Elegiste una bella profesión, fascinante como tú eres, bregando con aquellos niños problemáticos, carentes de futuro e ilusiones, víctimas del fracaso paterno, el desapego social y las circunstancias.
Tu presencia en el barrio donde crecí, fue condición sine qua non para que los más instruidos, los que sabíamos que caminábamos por senderos equivocados, eligiésemos el camino correcto. Te debo tantas cosas que inviable poder devolvértelas, salvo reflejando en mis escritos hacia tu persona, tu inestimable labor como educador de jóvenes abocados al abismo.
Sé que practicabas Yoga, ya en esa época, cuando la ignorancia colectiva te ponía en una tesitura complicada, de incomprensión por parte de la sociedad en general. Nos animabas a practicar esa milenaria técnica, convencido tú que aportaría luz a nuestras vidas y, nosotros, desde el desconocimiento y la socarronería, nos burlábamos, mientras esbozabas una sonrisa sincera, cargada de buenos sentimientos, para con nosotros.
¡No seáis malos! ¡Pero mira que sois cabroncetes! nos decías siempre, aludiendo a nuestro temperamento insurrecto, hacia ti, hacia nosotros mismos... hacia todo.
Amigo:
donde quiera que estés, aprovecho para agradecerte tus sabios consejos, retomando la paz y concordia que supiste transmitirme allá en mis tiempos de inconsciente mocedad, y hoy, ya en la cúspide del camino, en la ineludible madurez que me hace retomar el vuelo, pongo en práctica tu inefable conocimiento.
Nunca es tarde, Pablo. Nunca es tarde.
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